El gas metano es un hidrocarburo, y el principal componente del llamado gas natural. En rangos típicos, el gas metano representa del 80 al 90% del gas natural, un gas que, además del metano, también contiene etano, propano, butano, además de impurezas y algunos hidrocarburos más pesados que, a temperatura ambiente, tienen forma líquida. El gas metano también es la principal materia prima del proceso de síntesis del amoníaco, un procedimiento que, en la actualidad, es la base a partir de la cual se obtienen casi en su totalidad todos los fertilizantes nitrogenados del mundo (Smil, 2012). Pero además de esto, el gas metano es un energético. Como tal, es llamado gas seco, y se utiliza para la generación electricidad o se emplea de forma directa como fuente de calor en la industria y hogares.
Este gas fósil, aporta el 23% de toda la energía primaria que se consume a nivel global, lo cual lo posiciona como el tercer energético más consumido en el mundo, sólo después del petróleo y el carbón, cuyas participaciones en la matriz energética mundial ascienden aproximadamente al 32% y 26%, correspondientemente (Energy Institute, 2024). Además, de entre todos los combustibles fósiles, el consumo de gas es el que más ha aumentado a lo largo de las últimas dos décadas, sólo entre los años 2000 y 2023 dicho consumo se expandió en un 67%, mientras que el asociado al carbón y al petróleo lo hizo en un 66% y 27%, respectivamente (Energy Institute, 2024). El incremento en el consumo de gas se debe, entre otros factores, a un mayor uso de metano en la generación eléctrica y a la expansión de la producción industrial. Pero, si es tan importante en la matriz energética, ¿por qué el gas metano nos resulta casi desconocido?
Desde finales del siglo XX, frente al aumento en la temperatura del planeta provocado por la emisión de gases de efecto invernadero (GEI) derivadas principalmente del uso de combustibles fósiles (IPCC, 2023), algunas agencias de energía han promocionado al gas fósil como la fuente de energía “limpia” que permitirá llevar a cabo una “transición” hacia sistemas energéticos con menores emisiones de carbono (IEA, 2019) y, con ello, el metano se ha convertido en la mercancía favorita de las empresas petroleras para expandir sus negocios y lavar su “reputación ecológica”. La tesis de la cual se desprende la idea de que el gas es una “energía limpia”, parte del hecho de que, en comparación con otros combustibles fósiles, el gas metano emite una menor cantidad de CO2 por cada unidad de energía que se libera del mismo. Sin embargo, su capacidad para impactar el clima no es nada menor: Aunque el tiempo de vida de una molécula de metano en la atmósfera es de alrededor de una década (algo menor comparado contra los cientos de años que puede persistir el dióxido de carbono en la misma), su capacidad para absorber calor es mucho mayor. Como efecto neto de dicha situación, se tiene que el metano tiene un potencial de calentamiento global (GWP por sus siglas en inglés) que es entre 20 y 30 veces mayor que el del CO2 (EPA, 2024). Lo cual, quiere decir, que una tonelada de metano emitida a la atmósfera tiene el mismo efecto de calentamiento que la emisión de 20 a 30 toneladas de dióxido de carbono. La capacidad de calentamiento global del metano lo posiciona, sólo después del CO2, como el gas de efecto invernadero que más ha contribuido al cambio climático. Tan es así, que, por sí solas, las emisiones de gas metano a la atmósfera son responsables de entre el 20% y 30% del incremento observado en la temperatura del planeta desde la revolución industrial que comenzó alrededor del año 1750 (NASA, 2022). Es tal la magnitud del impacto climático del gas, que se ha estimado que la fuga a la atmósfera de apenas el 2 o 4% del gas metano producido en el mundo, sería suficiente para eliminar todos los beneficios que se pueden alcanzar en cuanto a reducción de emisiones de CO2 (Smil, 2021). Investigaciones como la de Robert Howarth, así como otros científicos como Hayhoe y Yuzhong Zhang, han mostrado que el conjunto de fugas de gas (en los pozos de extracción, en el sistema de transporte como ductos, barcos metaneros, terminales de almacenamiento de GNL, así como la infraestructura de distribución urbana y la de procesamiento industrial de gas), lanzan a la atmósfera suficiente cantidad de metano como para considerar a la industria del gas en su conjunto, como la responsable del 35% del incremento mundial de las emisiones de metano a la atmósfera entre el año 2005 y el 2015. Considerando que el metano tiene un efecto invernadero mayor al del CO2, las emisiones totales provocadas por la industria del gas, sin restringirlas al momento inmediato de la combustión son mayores que las del carbón y el diésel (Howarth, 2014).
Los impactos del gas metano no se reducen a sus efectos sobre el clima. Hay que considerar también los múltiples impactos generados durante su extracción, más aún en su modalidad de explotación sobre los llamados recursos petroleros no convencionales como el shale gas. La extracción de gas implica, entre otros, los siguientes efectos: un consumo excesivo y contaminación de agua, deforestación masiva, pérdida de hábitats naturales, incremento de los impactos del cambio climático por cambio de uso de suelo, derrames de hidrocarburos y otros fluidos tóxicos, contaminación de suelos, emisión directa e indirecta de gases de efecto invernadero por fugas, quemas y venteo de gas, además de un alto consumo de electricidad, impactos por contaminación visual y auditiva, producción de grandes cantidades de desechos líquidos y sólidos, inducción de sismicidad, afectaciones a la infraestructura vial por los requerimientos de transporte de materiales y agua, entre otros (Mehany & Guggemos, 2015; Castro et al., 2018; Villalobos-Hiriart et al, 2020; Zhang et al., 2021).
Aunado a lo anterior, el gas metano tiene también impactos sobre la salud humana, entre ellos, el ser un precursor del ozono troposférico, el cual se estima es responsable a nivel global de 1 millón de muertes prematuras al año asociadas con enfermedades respiratorias (CCAC, 2024), además de que, durante su extracción, se producen compuestos orgánicos volátiles (COV) como el benceno, tolueno, etil-benceno y xileno, los cuales además de ser tóxicos en general, constituyen un riesgo especial para las personas gestantes pudiendo afectar al desarrollo saludable del feto (Llano & Flores, 2023).
Frente a todo esto, resulta claro que presentar al gas metano como un “gas limpio” es, por decir lo menos, tramposo. Si bien para algunos es atractivo sustituir el uso del petróleo y carbón con gas metano, reducir los impactos del uso de cualquier fuente de energía a la llamada “métrica del carbono” (Moreno et al., 2016) constituye una sobresimplificación de la crisis ambiental y no sólo climática del mundo en la actualidad. Considérese que esta crisis ya ha sobrepasado 6 de los 9 límites planetarios por encima de los cuales se pone en riesgo la capacidad del planeta para sostener la vida humana (Richardson et al., 2023). La crisis a la cual hoy nos enfrentamos tiene como origen los requerimientos materiales y energéticos que se desprenden de la expansión continua y sostenida de la producción y consumo capitalista, así como de los desechos y emisiones que resultan de la misma.
Sabiendo esto, ya tenemos argumentos para decir por qué es importante seguirle la pista al gas metano. Sin embargo, para México, reconocer el impacto ambiental de este gas no es la única razón para ponerle atención. Hay además una dimensión geopolítica y de subordinación económica en las formas en que, desde hace más de dos décadas, nuestro país se ha convertido en un gran consumidor de este gas fósil.